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Era un Graham Greene de Chamberí que hubiese preferido que los periódicos se editaran para siempre en papel de estraza. “No soy más que un reportero y sólo los editorialistas creen en Dios”, solía repetir esa frase del autor de “El americano impasible”, para desmitificar el engranaje de los medios -y, de paso, el empavonamiento de muchos colegas-, en favor de su amado periodismo de calle (valga la redundancia). Sólo que, para él, la calle y la rabiosa actualidad eran muy hondas y muy largas.