El enfermo vengativo y el joven que se tragó su oreja

Por: María Ferreira (texto y fotos)
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He pasado unos meses de silencio, debatiéndome entre el contar y el no contar, intentando dar con el cómo o el por qué. Varias veces al día me encontraba a mí misma pensando “esto es una barbaridad, esto tengo que contarlo.” O “Esto es bello, esto tengo que compartirlo”. Pero empecé a sentirme una intrusa en las vidas de los demás, empecé a entender que esos acontecimientos de los que era testigo, posiblemente formaban parte de una intimidad que yo debía proteger.

He pasado los 10 últimos meses fuera de España, y ahora que he vuelto me he sentado a leer las anotaciones; casi todas historias de pacientes que he conocido en el Coptic Hospital o en la Clínica Psiquiátrica de Makuyu. Después de pensarlo mucho creo que buscar una justificación para escribir sólo hablaría de mi incapacidad para adaptarme a la realidad en la que vivo. Y no hay necesidad de hablar de las deficiencias de uno mismo, éstas son siempre evidentes.

La joven keniana de ojos llorosos se sentó al lado del hombre blanco y se quedaron los dos callados mirando al infinito

Recuerdo mi último viernes por la noche en el hospital, por ejemplo. Normalmente me encerraba en la consulta número 4, me abrigaba con un par de chaquetas y veía alguna serie por internet mientras comía mi “cena” de hospital, en una de esas bandejas metálicas. Aquel viernes era especialmente frío y, después de cenar, decidí dar una vuelta por el hospital. Por las noches no hay consultas, así que la única parte donde hay pacientes es en Emergencias. Atravesé la sala de espera y vi un hombre blanco que hablaba por teléfono riéndose bastante alto. Una enfermera salió a pedir que bajara la voz. No la bajó. De pronto, de una consulta, salió una chiquilla keniana, muy joven y muy guapa. Tenía los ojos llorosos y la ropa manchada de maquillaje. Se sentó al lado del hombre blanco y este colgó el teléfono. Se quedaron los dos callados mirando al infinito.

–¿Qué ha ocurrido?– le pregunté a una de las enfermeras.

–No sé –respondió– posiblemente han tenido sexo, se ha roto el preservativo y él ha sospechado que ella tiene sida.

Pagó a la chica por sexo y al terminar le dijo: “Deberíamos ir al hospital a ver si pueden darte profilaxis, tengo sida»

Sonaba típico, así que seguí mi paseo. Cuando volvía a la clínica me encontré con Fayez, el doctor que había tratado el caso. Me preguntó si había visto a la pareja y contesté que sí; entonces me preguntó qué creía que había pasado. Le contesté exactamente lo que me había dicho la enfermera.

–Yo también pensé eso al principio –me dijo–, pero no ha sido así. El hombre ha pagado a la chica por sexo, y cuando han terminado él le ha dicho: “Ahora deberíamos ir al hospital para ver si pueden darte profilaxis, tengo sida”.

Cuando la chica le preguntó por qué no había utilizado protección o por qué no se lo había avisado, él simplemente contestó: “Venganza”. Por supuesto, el caso fue denunciado, pero he pensado mucho desde entonces en cómo todo el personal prejuzgó la situación: chica negra = sida y hombre blanco = víctima.

Llegó un paciente que se había tragado su oreja y amenazaba con matar a cualquiera si no le hacían vomitar para recuperarla

Otro viernes (esta vez no comía comida de hospital, sino una hamburguesa mientras veía una peli de John Wayne) llegó un paciente que se había arrancado la oreja (no entera, sólo una parte) y se la había tragado. Venía arrastrado por su hermano y amenazaba con matar a cualquiera si no le hacían vomitar para recuperar su oreja. No la recuperó, pero ésa no es la historia, lo tremendo de este caso fue la actuación de la familia. La madre vino de inmediato con un pastor evangélico. Ambos rezaban en la sala de espera y, cuando les informamos de que el paciente tenía que ser trasladado a un hospital psiquiátrico, nos acusaron de ser aliados del diablo, por creer que la solución residía en la ciencia y no en Dios.

–¿Por qué entonces le habéis traído a un hospital?– pregunté.

–Para que recupere su oreja– contestaron.

Antes de que pudiéramos hacer nada, y sin pagar la factura, se llevaron al chico sedado. Se lo llevaron arrastrando, como había venido, y lo subieron a un «matatu» (autobús de transporte colectivo), dándole instrucciones al conductor de que alguien lo bajara cuando llegaran al lugar donde vivía. El conductor del «matatu» se negó, al ver el estado del chico, y la familia lo dejó en la puerta del hospital, “descansado hasta que se le pasara lo que le habíamos hecho”. Dos enfermeros lo recogieron y lo llevaron de nuevo a Emergencias. Ahí pasó la noche. Por la mañana se levantó y se fue. No dijo nada. Simplemente, se fue.

Cuando les informamos de que tenía que ser trasladado a un hospital psiquiátrico nos acusaron de ser aliados del diablo

Y la sensación que nos quedó fue de impotencia. La de no poder ayudar en absoluto, porque la intervención puntual se queda ahí, pero el paciente siempre vuelve a su vida. ¿Y entonces qué?

Y así tengo mi cuaderno, plagado de historias que abren interrogantes, historias de casos que recuerdo ahora, desde Madrid, y que desde la distancia parecen tan irreales, tan lejanas. Pero que suceden allá, todo el rato, incluso cuando nadie lo cuenta. Incluso cuando no está escrito.

 

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