Voces de Somalia: la ablación

Por: María Ferreira (texto y fotos)
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I
La puerta de la habitación 331 permanece siempre cerrada. Las enfermeras evitan atender a un paciente que tiene la mala costumbre de esparcir sus heces sobre la cara de cualquier persona que no sea parte de la familia. Abro la puerta despacio y compruebo que está dormido. Al lado de su cama hay una niña que por su apariencia no debe tener más de 12 años. Viste un hijab negro que le queda un poco largo y cuando camina se lo recoge para no tropezar.
Le pregunto por la persona responsable del paciente, de 53 años.

–Soy yo– contesta.

–¿Eres su hija?

–No.

Salgo de la habitación y me acerco al control de enfermería. Les recuerdo que una menor no puede estar al cuidado de un paciente. Un enfermero sonríe y me dice que la chica es mayor de edad. No lo han podido comprobar porque no tiene documento de identidad, pero ella asegura que tiene 18 años.

La niña se pasa el día sentada en una silla al lado de su marido, que insulta y se caga en la cama, y blasfema, y se muere y escupe

Por la noche llegan trece miembros de su familia. No caben todos en la habitación, así que se turnan para entrar. Mientras esperan, charlan animadamente en el pasillo. Me acerco a una de las mujeres y le pregunto por la niña.

–No es una niña –afirma–. Es la mujer de mi hermano.

–¿Cuántos años tiene?

–Unos trece– contesta orgullosa.

La chica no tiene pecho, probablemente no tenga todavía el periodo. Se pasa el día sentada en una silla al lado de su marido, que insulta y se caga en la cama, y blasfema, y se muere y escupe, escupe todo el rato.

–Tengo miedo de que Abdi se muera –me confiesa la chica–. Es muy bueno conmigo, tengo suerte de estar casada con él.

Abdi murió. La niña lloró como una mujer.

 

II

Las mujeres de la 622 también son somalís. Me llaman por la noche, cuando el resto de los pacientes duermen, y me invitan a sentarme con ellas. Son contadoras de historias experimentadas, filósofas, madres, nómadas. Las historias no tienen principio, son solo hilillos de vida enmarañada que todas tratan de desenredar en el presente, en esta habitación de hospital. Iman se queja sobre la segunda mujer de su marido.

–Se lo repito cien veces al día, nuestro marido se va a divorciar de ella si no cambia de actitud, pero parece no importarle.

–Pero eso es bueno para ti, ¿no? –pregunto–. Entonces serías la única mujer.

Todas ríen.

–No hay nada bueno en ser la única, todo serían problemas: más trabajo, más carga… ¡Imagínate tener que educar a los niños sola!

Yo me callo y sigo escuchando. Me siento extraña en un mundo completamente diferente al mío. Sin embargo, todo acaba teniendo sentido.
Halima habla de una niña de siete años que no ha pasado aún por la mutilación del clítoris. Es la primera vez que estoy entre mujeres que defienden abiertamente la práctica de la mutilación genital femenina. Me muevo en un entorno de activistas contra esta práctica, que en la sociedad somalí supone mucho más que la extirpación del clítoris: se mutilan también los labios menores y se cosen los labios mayores dejando tan sólo un pequeño agujero para que pase la orina.

Un anciana me explica que si el clítoris no se extirpa durante la infancia crece con la edad y acaba pareciéndose a un pene

Una de las mujeres más ancianas me explica que si el clítoris no se extirpa durante la infancia crece con la edad y acaba pareciéndose a un pene.

–¿Has visto algún caso así alguna vez?– le pregunto.

–¡Miles!– contesta.

«El clítoris hace que nos parezcamos a los hombres y que actuemos como ellos», me dice una joven

Una de las mujeres más jóvenes me cuenta que estar mutiladas es su orgullo, que se trata de una tradición centenaria por la que quieren pasar.

–El clítoris hace que nos parezcamos a los hombres y que actuemos como ellos. No queremos ser hombres– aclara.

Decido arriesgarme y les pregunto por las muertes, las infecciones, el dolor, los traumas, la dificultad para parir en el futuro, la falta de placer en las relaciones sexuales.

Todas ríen.

–¿Tú nos ves con algún trauma, niña?– me pregunta una anciana.
Cambian rápidamente de tema. Es tarde y decido irme. El paciente de la habitación de al lado se queja de las risas.

–¡No sé si estoy en un hospital o en una estación de matatus!– dice enfadado.

 

III

Zahra tenía nueve años y toda la felicidad del mundo a sus pies. Su familia vivía en la frontera de Kenia con Somalia y poseía decenas de camellos. Vivía junto a su madre y las otras dos esposas de su padre. Pasaba las tardes jugando con sus hermanos, robando pedacitos de pan de la cocina y ayudando a su madre a preparar jabón líquido para venderlo en el mercado.

Por las noches, se sentaba con sus primas mayores, que le llenaban las manos de flores de henna mientras hablaban de la vida. Se sentía mayor. Quería ser mayor y bonita como las chicas jóvenes del poblado. Era feliz en el colegio. Un día, la profesora le preguntó qué quería ser cuando creciera.

–Quiero ser hombre –contestó Zahra–. Quiero ser hombre para viajar mucho y ser la dueña de los camellos.

La profesora le cruzó la cara antes de llevarla ante su padre, quien también le castigó a golpes.

Cuando su madre la inmovilizó entre sus piernas y la cuchilla extirpó el clítoris, Zahra perdió el conocimiento. Perdió la felicidad

Las mujeres del poblado decidieron que había llegado el momento de mutilar, de “purificar”, a la niña. Le dijeron que era hora de que se hiciera mayor. Zahra se levantó contenta la mañana de su mutilación. Se lavó con prisa en un barreño de plástico y se imaginó la libertad que conllevaría “ser adulta”. Imaginó la errancia. Imaginó el viaje.

“Yo quería tener un niño. ¡Mi hija va a sufrir tanto! Lo siento, lo siento, lo siento…”, le repetía entre lágrimas a su bebé

Cuando su madre la inmovilizó entre sus piernas y la cuchilla extirpó el clítoris, Zahra perdió el conocimiento. Perdió la felicidad. Perdió la confianza en su familia. Se volvió seria y dejó de jugar. Se condenó a un aburrimiento irrevocable y las florecillas de henna que adornaban sus manos dejaron de ser sueños para convertirse en puro arrepentimiento.

A los catorce años la casaron y tuvo que dejar de estudiar. A los dieciséis, dio a luz a una niña en un hospital de Nairobi. Lloró desconsolada durante días.

–Yo quería tener un niño– repetía entre lágrimas. “¡Mi hija va a sufrir tanto! Lo siento, lo siento, lo siento…”, le decía a su bebé.

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Comentarios (4)

  • Noeli

    |

    Tremendo…siento ganas de llorar…

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  • Elsa

    |

    Puff. Qué barbaridad. Qué miedo da pensar que esto pase hoy, muy cerca de nuestras vidas. Y que los hombres sigan tratando a la mujer como posesión suya, a su gusto, a su antojo. Y que las mujeres se dejen. Ay. ¿Por qué no se mutilan ellos?

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  • G

    |

    Muy buen artículo María, gracias como siempre por compartir tus vivencias y abrirnos los ojos a realidades que no conocemos o que vemos tan lejanas y dolorosas que preferimos que nos resbalen. ¡Ánimo!

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  • Alechyki

    |

    Los cafés como charlar de tus experiencias se nos acumulan, María.
    Los mundos paralelos contados a través de los ojos de mujeres como tú, enriquecen el espíritu, despiertan mentes adormecidas y conformistas, y estimulan la contracción del corazón.
    Historias reales de la vida que existen fuera de una sociedad donde la apariencia, el «postureo» y la pugna por acaparar seguidores en las redes sociales, existen, se desconocen y no importan (no es nuestro problema, pensamos). Fastastica narración articulando tu pasión por las letras, la profesión que ejerces, tú defensa en contra de prácticas dificiles de aceptar en un pensamiento occidental y contemporáneo, y sobre todo, desde una mujer contando las experiencias de otras mujeres sin llegar a plasmar de forma literal tu opinión pero claramente dejas entre ver «tu aroma».

    Orgulloso y feliz, pero cuídate.

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