Las razones del viajero

Por: Diego Cobo (texto y fotos)

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Jorge planeó su huida. Los dos años anteriores a su partida fue guardando, mes tras mes, una parte de sueldo. Después compró un billete a Alaska y se lo contó a su familia. Su objetivo: escurrirse de una existencia que consideraba aburrida y, de algún modo, demasiado cíclica para un alma sin fronteras. Su método: atravesar América en bicicleta de norte a sur, desde el cogote hasta el último dedo del pie, allá por la Tierra del Fuego.

A Jorge lo conocí a través de sus palabras: “En el parque conocí a una chica que me invitó a pasar unos días en su casa, amplia, blanca, en mitad del bosque. Cuando llegué allí, camino de Fairbanks, parecía la casa de la matanza de Texas 4, me olió a encerrona y seguí camino. La verdad, no tenía yo el chichi pa´farolillos”.

Luego coincidí con él y admitió su huida: de su trabajo, de su pasado, de sí mismo. Cuando meses después andaba yo pedaleando por esas mismas latitudes no podía parar de reírme, a pesar de que sí tenía el “chichi pa´farolillos”. O quizá por eso mismo.

***

Los viajes han sido siempre la excusa perfecta para no mirarnos a nosotros mismos, para volver la cara al espejo. Y lo digo con la conciencia de haber recorrido un puñado de países de cada rincón del planeta, desde Alaska hasta Ushuaia, desde Sudáfrica a Iverness, desde Australia hasta el Himalaya. Lo digo, quiero decir, a sabiendas de que alguna vez me subí a un avión con una mochila y, como Thoreau en una de sus excursiones a Cape Cod, también dije en la diligencia que me llevaran “lo más lejos que llegase ese día”.

Alguna vez subí a un avión y, como Thoreau, dije que me llevaran «lo más lejos que llegase ese día»

Nombro a Thoreau porque es mi –único– héroe y porque de él he roído hasta los huesos. Su imán me llevó a sentir el latido de sus palabras allá donde fueron escritas: porque él fue quien, sin saberlo –ni él, claro, ni yo– me devolvió a mí mismo. En una carta enviada a Harrison G.O. Blake, colega epistolar, afirmó que “vivir una vida auténtica es como viajar a un país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos escenarios y hombres”.

Mi primer viaje lejano, aún imberbe, fue a Canadá. El segundo, a Australia. Necesitaba aire.

Ahora llevo encima el peso y la ligereza de casi 30 primaveras y, en lugar de cambiar de ciudad, he mudado de vida. “¿Piensas que solo a ti te ha sucedido y te sorprende, como un hecho insólito, que con tan largo viaje, a través de países tan diversos, no disipaste la tristeza y la ansiedad del espíritu? Debes cambiar de alma, no de clima”, le aconsejaba Séneca a Lucilio en una de sus Epístolas Morales.

Ahora llevo encima el peso y la ligereza de casi 30 primaveras y, en lugar de cambiar de ciudad, he mudado de vida

La sencillez está en la cadencia de los días, en la puerta de al lado, en nosotros mismos. Y eso también es –o quizá sea la más auténtica– la manera de viajar a un país lejano. Recuerdo que subiendo al pico Matterhorn, en el macizo de Sierra Nevada, Gary Snyder le dijo a Kerouac que cuando llegara a la cima de la montaña, “siguiera subiendo”. Esa búsqueda constante es la que nos vomita, de repente, al otro lado del mundo. Cuando ni siquiera hemos traspasado la frontera de nosotros mismos.

***

Viajamos a través de las historias, de lo cuentos, de los relatos. Y de ese continuo movimiento, una vez dada la vuelta a las cartas de los motivos, decidimos: y ese impulso que nos pinza, a veces nos lleva lejos. “Cuando el virus del desasosiego empieza a tomar posesión de un hombre rebelde, la víctima debe hallar en primer lugar en sí misma una razón buena y suficiente para irse”, se justificaba John Steinbeck, uno de esos inmortales que, siguiendo la huella del dolor, halló la gloria.

A mí, viajero que busca el purismo en las causas, probablemente imbuido por el carácter uno de los escritores que más amé y de quien seguí su rastro –y el de Las uvas de la ira– desde Oklahoma a California, escribí en cierta ocasión para mis adentros:

“Los vientos del invierno me llevan lejos: se empeñan en sacar a la luz las contradicciones, pero yo también simplemente quiero ser. A un clic he estado de comprar mil billetes en el último mes y las mil veces me he contenido, por una especie de purismo en las causas: ¿por qué quiero irme? Es probable que cuando lo resuelva ya esté volando a algún lugar, aunque de momento indago en las razones mirándome en un espejo de oro”.

Es difícil negar el placer del movimiento. Pero en ese purismo en las causas uno debe dinamitar las paredes del pensamiento

Uno de los viajes que más me apasionaron duró el tiempo que me llevó leer Don Quijote. Nunca estuve tan cerca de un mundo conocido que cuando la sabiduría andante me llegaba desde el subsuelo de esas palabras: de Turquía a Barcelona, del pasado hasta mí, de lo común a lo extraordinario. Y quizá porque, de alguna manera, he andado muchos caminos y he atracado en cien riberas, a medidas que pasa el tiempo, y me voy alzando hasta lo humano, hurgo en las razones del viajero.

Es difícil negar el placer del movimiento. Pero en ese purismo en las causas uno debe dinamitar las paredes del pensamiento. Como en Juventud, la novela de Coetzee, “quizá las profundidades en las que quería zambullirse han estado dentro de él todo el tiempo, encerradas en su pecho”. Y ahora no hacen otra cosa que salir del cajón.

***

Recientemente leí un artículo donde el autor –no recuerdo quién– ensalzaba la literatura que no pasaba como tal. Sucede que tengo una predilección por la discreción, algo que parece reñido en unos tiempos donde las balas de fogueo han secuestrado la autenticidad. Pero en realidad, fuera del rigor académico –y del ruido mundanal– no hace tanto frío.

Tengo predilección por la discreción, algo que parece reñido con estos tiempos donde las balas de fogueo han secuestrado la autenticidad

Pocas veces he extraído más savia que en las memorias de Woody Guthrie. Cuando las leí y aún latía en mí el reciente viaje a las raíces de la depresión de los años 30 de Estados Unidos, me pregunté por qué algo tan puro no había llegado antes a mis manos. Mis aspiraciones escoraban hacia ahí:

“Pero Ruth, creo que ahora me doy cuenta. Me vuelvo a la carretera. Ahora, en este instante. No sé lo lejos que tendré que ir hasta que encuentre un lugar donde cantar lo que quiero cantar, y en mi cabeza bullen tantas ideas para nuevas canciones como colores tiene un árbol en una colina en flor. Cantaré en cualquier sitio donde la gente se pare a escucharme. Y ellos mirarán para que no me muera de hambre. Ellos buscarán el modo que tú y yo podamos acabar juntos”.

A un viajero contemporáneo como Martín Caparrós su padre le decía que buscara lo que nunca había perdido

Guthrie, eterno rebelde, además de su ejército de canciones que aliviaron a los miles de refugiados del polvo y la miseria, escribió una novela cuyo título, Una casa de tierra, ya tiene el poder de su espíritu. “Lo sabíamos”, dice en un momento Ella May a Tike, su esposo, “sabíamos que nos estaban robando. Les enseñamos a robarnos. Les dejamos hacerlo. Les dejamos pensar que nos podían engañar porque somos gente sencilla y normal y corriente. Y cogieron la costumbre”.

Al tiempo que tecleo estas palabra –subrayadas en la novela con la conciencia– vuelvo a caer en esa sencillez que, como una fuerte corriente subterránea, recorrió la vida de Woody Guthrie y de las razones del viajero.
A un viajero contemporáneo como Martín Caparrós –nos cuenta en El Interior– su padre le decía que buscara lo que nunca había perdido. Pero él, que fatigó las provincias norteñas hasta el último aliento de la Argentina, le hubiera gustado tener una misión. “Pero no aspiro a tanto. Me contentaría con saber qué estoy buscando”, escribe.

Porque siempre buscando algo
(que al final es nada)
y hacerlo poema,
o quizá zancada
para llegar a ti, o quizá a mí.

O quién sabe
-yo lo sé-
quizá a los dos.

Me gusta viajar conociendo los tuétanos del mundo en el que vivo y de mí mismo

Si en los viajes conviven dosis de emoción con una desconexión de la bruma diaria, me digo, mejor sería mudarse de alma. La sencillez que albergaba Thoreau en uno de sus más célebres obsesiones (¡Simplify, simplify, simplify!) llegó a otro Walden, pues la casa de Ramiro Pinilla se llamaba así. Por eso, sentencias como las que traza en Las ciegas hormigas, me llevan de cabeza al fondo de uno –de mí– mismo:

“El movimiento que suele constituir para la generalidad la única señal de que se está vivo, el olvidarnos hasta de nosotros mismos, la fuga, la evasión, el ruido inevitable que la acción produce y que furiosamente buscamos, necesitamos, exigimos, estremeciéndonos ante la idea de una soledad estática, no porque sepamos que en ella nos encontramos solos, sino porque nos enfrentamos al único amasijo de células que nos causa verdadero pavor: nosotros mismos”.

Me gusta viajar sabiendo esto, conociendo los tuétanos del mundo en el que vivo y de mí mismo, teniendo la certeza de que si alguna vez un viaje curó mi desconsuelo, el punto de partida después de saber que no había que mudarse de clima fue cuando me atreví a comenzar una travesía por la noche oscura del alma.

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Comentarios (1)

  • javier brandoli

    |

    Grande Diego Cobo. En todo caso, yo entiendo que viajar es disfrutar de la libertad que nos concede lo nuevo, es disfrutar aunque sea llorando.

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