El bello infierno del Turkana

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En la frontera de Kenia encontramos el mundo al revés. Mientras en Etiopía policías y agentes de aduana se habían compinchado  para robarnos, aquí el superior del puesto nos daba cambio de su bolsillo, en chelines, tras el pago de nuestro visado. Lo hizo pese a que la ley dice que  el cambio debe ser en dólares y pese a que le dijimos que daba igual, que se quedara el cambio que buscaba por todos los cajones. “No podemos quedarnos con ningún cambio”, sentenció.

Entonces tomamos la durísima Moyale Road. Esta es quizá la carretera más mítica de África, al menos para los viajeros que hacen la ruta entre Cairo y Ciudad del Cabo en coche o moto. En cada libro de viajes que he leído aparece señalada como un infierno terrestre del que salir huyendo antes de ser devorado.

El coche se deslizaba con poca delicadeza por el pedregal embarrado

El principio fue efectivamente duro. La pista de arena y piedra estaba quebrada por las aguas y el coche se deslizaba con poca delicadeza por el pedregal embarrado. Sin embargo, casi 150 kilómetros después encontré unos chinos y tras ellos unas máquinas y algo más allá algunas zonas de asfalto. En realidad creo que hemos sido de los últimos viajeros en vivir la mayor parte de la Moyale Road como antaño, jodida y complicada. En dos o tres años, por suerte para los que por allí pasen, aquello será otra carretera mal construida por los chinos con un asfalto lleno de agujeros que ir esquivando (made in China).

Entonces llegamos a Marsabit y decidimos parar y ver un parque pequeño que aparecía en el mapa con el mismo nombre. Llegamos y no había nadie. Un ranger apareció y nos informó con precisión indirecta de que podíamos dormir en el único lodge del parque y que había todo tipo de especies animales dentro de las cuales no veríamos ninguna. Lo hizo con gracia y cobrándonos 50 dólares por entrar.

La realidad es que llegamos a un lodge viejo que no tenía clientes pero sí unos trabajadores encantadores con los que pactamos un precio bajo por dormir una noche en un complejo de madera que sobrevivía frente a una laguna.

Encontramos una poza de agua perdida, salvaje, rodeada de alta hierba

Y como pasa siempre que uno no espera nada, esa tarde fue sublime. Nos fuimos hasta la caldera del volcán, llamada la laguna del paraíso, y encontramos una poza de agua perdida, salvaje, rodeada de alta hierba en la que sentimos el peso y soledad del planeta. Bajamos con el coche por medio de una vegetación espesa que  nos engullía y llegamos hasta sus aguas. Sólo nos movía el instinto, realmente no sabíamos ni por dónde metíamos el coche.

El lugar era bellísimo y solitario. De pronto vimos a lo lejos un elefante que apareció en la otra orilla. Estábamos él y nosotros, nada más. Llegamos a emocionarnos con ese vacío del mundo tan bello y tan nuestro. Luego, por la noche, tuvimos una espectacular cena bajo un coro de millones de cigarras y la nada iluminada de blanco sobre nuestras cabezas. Marsabit fue un regalo inesperado. La gente fue encantadora.

Entonces nos fuimos al Lago Turkana, una de mis deudas pendientes con este continente. Tomamos una pista medio abandonada de arena y piedra de las que matan por el traqueteo a un coche. Luego apareció un desierto perfecto, hostil, de colores rojizos y piedras de cobre. Había algunos pastores de camellos y poca vida porque esa es zona en la que no debía haber vida.

Ellos tenían un aspecto tribal, primitivo, con sus cabellos rojizos y sus vestidos de guerreros

Pero el hombre se hace casas en el mismo infierno y allí pasamos por algunos poblados de samburus que nos dejaron con la mirada en suspenso. Eran casas con forma de iglú de trapo y palo. Ellos tenían un aspecto tribal, primitivo, con sus cabellos rojizos y sus vestidos de guerreros. Nada parecía real en aquel lugar.

Y entonces tras casi 200 kilómetros apareció el lago Turkana. Lo hizo como una mancha azul en el horizonte, con millones de piedras volcánicas cubriendo todo y con pequeños poblados que se reunían bajo la sombra de alguna de las pocas acacias. El Turkana impresiona, sobrecoge, emociona y acojona. ¿Quién puede vivir en el jardín de un volcán cuyas aguas ni siquiera pueden usarse? Ellos.

Ellos y Wolfgang, un alemán dueño del Oasis Lodge, que vive allí desde hace 33 años. En realidad Wolfgang ya no vive, muere en aquel lugar. Su vida es beber vodka con agua desde el desayuno hasta que se le apaga la mente en su borrachera de alcohol y tabaco que le desmaya. Wolfgang tiene el problema de no pertenecer a ningún mundo y como nos explicó se ha construido una alambrada para que nadie perturbe su inconsciente suicidio.

Los negros me roban todo y si pongo un pie fuera tengo cientos de personas pidiéndome hasta las entrañas

Ya no le gusta Alemania, de la que nos habló con desgana, y tampoco le gusta ser el único blanco junto a un cura que hay en ese mundo perdido. “Los negros me roban todo y si pongo un pie fuera tengo cientos de personas pidiéndome hasta las entrañas. Por eso no salgo”, nos explicó con desgana el viejo alemán. Y mientras parece recordar sus tiempos de gigolo y viajero que conquistaba las mujeres más bellas que allí iban a hacer trabajos fotográficos como modelos. Ellas están allí, en la pared de su restaurante de la que cuelgan fotos de sus cuerpos desnudos como telas de araña. “Muchas volvieron, así que se lo pasarían bien”, acertó a explicar con nostalgia antes de desaparecer apagado por el vodka..

Su historia casi me parecía más literaria que la de aquellas tribus. Un hombre blanco, viejo, retirado del mundo por la sencilla razón de que se perdió en él. Se fugó de su aburrida vida alemana y se quedó sin raíces y sin entender entonces que por mucho tiempo que pase nunca formará parte de aquel mundo que le es ajeno y donde él es un blanco millonario entre tanta pobreza.  Su vejez sin patria es ahora su condena  y el recuerdo de que todo tiempo pasado fue mejor se diluye como su inexistente hielo en el vodka.

Y entonces sueña con los tiempos en los que se dedicó a follar y beber junto a mujeres de todo el mundo que llegaban al paraíso del joven y triunfal Wolfgang.  Lo malo es que pasó el tiempo y el mundo se cayó encima de él sin que nadie volviera a llamar a su puerta. Él y su hotel cualquier día se irán tras un soplo de viento al fondo del lago para no volver. No quedará ni el recuerdo porque nadie queda allí que sepa quién es aquel viejo blanco del lago que, también es cierto, tuvo el coraje de vivir y disfrutar de aquel mundo perdido en el que el resto sobreviríamos dos días.

Él y su hotel cualquier día se irán tras un soplo de viento al fondo del lago para no volver

Y tras el Turkana emprendimos el regreso. A medio camino detectamos un ruido y Víctor me pidió que parará el coche. Estaba averiado. En medio de la absoluta nada, bajo 40 grados y rodeados de camellos, el coche se paró. No había nada ni nadie. Abrimos el capó y Víctor, que sabe mucho de mecánica se tumbó sobre un motor que ardía a arreglar la avería. Yo ayudaba en todo lo que me pedía. Éramos una masa de grasa sudada, llena de mierda y algo cansada, aunque como siempre manteníamos el buen tono de saber que si hace falta dormíamos bajo una acacia.

Y de pronto apareció a lo lejos un pastor. Era un samburu que no hablaba una palabra de inglés. Se acercó a nosotros con su aspecto primitivo. Miró y dijo algunas cosas en su lengua. Le miramos con gesto desesperado y él permaneció en silencio hasta que nos hizo gestos que le diéramos agua y luego que le diéramos una camiseta y luego que le diéramos algo. Le dijimos que no algo contrariados de ver que mientras teníamos hasta heridas en las manos apareciera ese hombre para pedir lo que fuera y se marchara ante nuestra negativa con gesto enfadado. Siempre me impresiona la capacidad de muchos africanos de verte como un blanco al que sacar algo aunque vengan a tu entierro.

Finalmente tras dos horas el coche volvió a funcionar y conseguimos terminar la Moyale Road, ya asfaltada en Isiolo. El Turkana es sin duda una parte muy especial de este viaje.

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Comentarios (4)

  • Mayte

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    Qué interesante todo, y que valientes! Qué pasará cuando los chinos hagan la carretera? se llenará de centros comerciales…? desaparecerá el encanto de lugar solitario, alemanes y pastores que salen de la nada?

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  • Carlos

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    Muy bien escrito con toda la información , pero me pregunto si podre resistir tanto calor , gracias por compartir el articulo.

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  • javier brandoli

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    Lo que le aseguro es que por mucho calor que pase merece la pena

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